La transición energética y las narrativas extractivas (Parte I)
- César Gamboa Balbín
- hace 8 minutos
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Mientras el mundo habla de transición energética, en el Perú y Ecuador seguimos atrapados en la vieja narrativa extractiva: más gas, más minería, más promesas. La transición energética —ese concepto que parece futurista— no llega al debate público, ni a las comunidades que aún viven las secuelas del modelo extractivo. En un país donde la “modernidad” se mide por cuántos recursos sacamos de la tierra, hablar de energía limpia suena casi subversivo. Pero tarde o temprano, el cambio será inevitable… o nos pasará por encima.

César Gamboa Balbín Derecho, Ambiente y Recursos Naturales (DAR) de Perú
La transición energética es un concepto polisémico, no solo porque tiene distintos significados, sino porque distintos actores tienen su propia definición sobre la transición. Existen, pues, conceptos como la transición ecológica que llama la atención sobre la transición demográfica (Calvo, 2022); la transición tecnológica (Shue, 2023); sistemas socioecológicos (Postigo, 2014); etc. De hecho, la sociedad civil había ya planteado romper los paradigmas del tradicional modelo de desarrollo, la necesidad de impulsar una transición para cambiar la matriz energética y reducir nuestra dependencia de los combustibles fósiles. Hace quince años, organizaciones de la sociedad civil proponían que los países de la región entraran en una etapa de transiciones postextractivistas antes de las elecciones generales de 2011 (Gudynas, 2015; Monge et al., 2011).
Entonces, debemos conceptualizar dónde se encuentra y cómo caracterizamos la transición energética. La transición es un estado situacional de la actual sociedad capitalista que debe abandonar los combustibles fósiles y usar diversas fuentes de energía si quiere sobrevivir como sociedad. Ello significa cambiar los patrones de consumo, así como los patrones de la oferta de energía. Pero también la transición energética es una narrativa en disputa, que nos compele a tener una lectura crítica cada vez que nos topamos con ella. La transición energética no era considerada como un tema de desarrollo humano sino hasta recientemente. A lo mucho, el tema de sostenibilidad fue incorporado recientemente en nuestro vocabulario y a la concepción de desarrollo humano (Stewart, 2014), cuando para las comunidades era un tema central hace mucho tiempo. De hecho, en las propuestas del sector privado encontramos un contenido bastante operacional que termina por abandonar el centro del debate: reemplazaron la búsqueda del bienestar del ser humano por la eficiencia de los planes corporativos arropados en la narrativa de la transición energética.
Segundo, como narrativa de una nueva ontología, la transición energética no termina encontrándose entre las narrativas de “transición civilizatoria” (Escobar, 2020); es decir, la transición energética no es una crítica profunda a la modernidad capitalista, colonial y patriarcal, una crítica multifacética de la realidad y del modelo civilizatorio. Lo cierto es que la transición energética no se encuentra en la misma trinchera conceptual y táctica de los derechos de la naturaleza y las otras críticas al antropoceno, aunque es probable que todas estas perspectivas críticas compartan elementos comunes de responder a los mismos desafíos del calentamiento global con respecto a la vulneración de los derechos humanos ambientales (Rodríguez Garavito, 2017), es decir, proponer cambios al modelo de desarrollo o “business as usual”.
El lugar donde se encuentra la transición energética proviene de reflexiones teoréticas, de propuestas de reforma del modelo actual, y de la cooperación internacional —aunque también han sido incorporadas en movimientos sociales como el sindicalismo—. No es ciertamente un discurso popular ni populista (Meléndez, 2022) —muy por el contrario, la transición energética sufre lo que todo tema y movimiento ambiental está sufriendo en la actualidad: ataques feroces desde el conservadurismo político—; es un discurso técnico y de pocos entendidos. De hecho, cuando se ha intentado comunicar los términos de la transición energética a las comunidades amazónicas, estas se han preguntado cuándo se inició este cambio, porque para ellas seguimos en el mismo modelo tradicional extractivo.
En Perú, podríamos decir: “No se oye, padre”, cuando hablamos sobre políticas públicas sobre transición energética. Este silencio público tiene sentido por los problemas que nos aquejan, la inestabilidad política, el autoritarismo, la inseguridad ciudadana, los conflictos socioambientales o el incremento de las ilegalidades. De hecho, la lucha contra la minería ilegal —y lo que está detrás de ella— pone los reflectores hacia esa dirección. Sin embargo, la transición energética es relevante para el Perú. No solo por los estragos ambientales y sociales producidos por el calentamiento climático, sino por la directa afectación al ciudadano de a pie, el aquí y el ahorase ponen de manifiesto. Por ejemplo, la transición energética podría apurar, apremiar o apuntalar un transporte público sostenible y barato, reducir el tiempo de traslado de un lado a otro en una ciudad como Lima que viene creciendo desordenadamente, hacer una ciudad más segura, y así convenirle a la economía nacional y a la economía de cada ciudadano.
Es más, la transición energética podría traer la oportunidad de discutir sobre la inversión minera e hidrocarburífera en el Perú. El informe “Barrantes” ya planteaba —lo que años atrás intentó el proyecto NUMES del BID— discutir sobre la planificación energética y transformar nuestra matriz energética en más sostenible (Barrantes, 2021). Ahí, valgan verdades, el Perú se enfrenta a varios dilemas. Primero, el reto de expandir el uso del gas natural en todo el territorio nacional o hacer “negocio con cuco” y exportarlo, sabiendo que no nos beneficia directamente la exportación; y el segundo dilema es expandir la explotación del gas natural y explotar el Candamo, el Parque Nacional Bahuaja Sonene, un área natural protegida que alberga nuestro patrimonio natural y que muchos políticos e intereses económicos quieren echarle mano para su propio interés y no necesariamente el de todos los peruanos.
Ciertamente, estos dilemas no son leídos en clave de transición, sino todo lo contrario, en los patrones ordinarios de un clientelismo tradicional y opaco, esos intereses que buscan cambiar la ley del bien común, en beneficio de “los particularismos”, de los cuales unos pocos prosperan (Vergara, 2022), muy similar a lo sucedido con el proyecto de exportación del gas de Camisea veinte años atrás. Sin ser fatalista, es difícil salirse de los marcos culturales y sociales de la extracción, pues ese es el rol asignado por el mercado y el cual genera defensores sociales, comunicacionales, culturales para incluso polarizar el debate en cuestión, muchas veces para proteger los intereses privados detrás de estos modelos (Távara, 2015), perseguir la crítica y oscurecer las soluciones sostenibles y equitativas. Sin embargo, debemos empujar un debate que en todo el mundo ya se está dando, sin importar canchas ideológicas o intereses económicos.
Es cierto también que no hay planteamientos innovadores de transición energética en el debate, pero si no resolvemos estos primeros, ¿cómo pensamos en transitar a otro modelo? Tal como decían las comunidades indígenas, ¿cómo piensan transitar a otro modelo, si aún tenemos pendientes en nuestro modelo tradicional extractivo? El cumplimiento de los acuerdos de consulta, garantías para la observancia de los EIAs o las capacidades institucionales de fiscalización, la indemnización justa por el uso de las tierras comunales o de sus recursos, el manejo temprano de conflictos socioambientales, mayor transparencia y pago adecuado por la explotación de los recursos naturales, etc. Hablar de transición energética en el Perú pareciera ser un elemento modernizante en un país con problemas tan tradicionales que la posible cura podría avivar más la enfermedad que aún no hemos terminado por curar.
Este artículo fue publicado en La Red Latinoamericana de Industrias Extractivas y se reproduce con la autorización del autor, quien es amigo de Bitácora Ambiental desde hace 20 años.